“Solo queríamos estar con los nuestros, así, en familia”, me repetía Javier una y otra vez. Creo que no era consciente de cuántas veces lo decía, profundamente agradecido por el devenir de la celebración.
Alguien dijo que el nivel de una civilización se mide por cómo se cuidan los unos a los otros. Yo no sé si esa escala es válida o no, pero sí sé lo que ocurre cuando en una familia se aman a todos y cada uno de sus miembros, donde las generaciones se tocan, se respetan y se valoran independientemente de su edad, situación, origen o estado. Al que salió normal, al que salió diferente, al extrovertido y al que la sociedad no acepta, a la que sigue estando pero ya olvidó, a la madre adoptiva que sigue ahí, al hermano profundo, al joven, al viejo, a todos. Sin excepción. Con respeto y admiración.
Lo que ocurre en esas familias es que se crea Paz en las miradas. Y amor. Y silencios llenos de gozo. Y alegría. Y una luz propia, un espacio único donde no hay olvidados, donde todos encuentran su lugar.
Y así fue que Raquel y Javier me llevaron en volandas por su enlace, entre algodones no merecidos, escondido entre los hilos del velo de Raquel, que aquel día era una esponjosa nube inflada por el aliento de todos los suyos. Esos mismos que me adoptaron como uno más. Y encontré mi lugar, claro que sí.
Disfrutad.
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